Se escuchan ahí fuera los truenos. El día se engulle a sí mismo y muestra una cara bien fea. Dice que no, que hoy no está para bromas. Pasa de vez en cuando. Por la ventana miras y quedas atrapada por el momento. La lluvia cae fuerte. Quizá algo de granizo. Pasas un rato allí, ensimismada.
Un rayo. Un fogonazo que avisa. Y casi de inmediato el estruendo. No por tantas veces conocido puedes escapar al escalofrío. El rayo, muy fugaz. Un instante que escarba en tus sentidos y te grita en silencio. Precede a la explosión. Incluso se escuchan gritos en la calle. No hay duda, cautiva.
Parece que no durará mucho. Es la norma. La ventana sigue haciendo de parapeto. Acercas la nariz al cristal, segura tras su protección. Dejas que la mirada repase charcos y capture el viento. Dejas que la mirada levante el vuelo y se fije en los tumultuosos tonos grises de las nubes. Casi negras. Oscuridad repentina.
Esperas. La paciencia casi siempre tiene premio. Semejante explosión no puede mantener su desafío por mucho tiempo. Tras el cénit, vuelta a la normalidad. Una ciclotimia repetida hasta el infinito. La sabiduría popular al rescate; tras la tempestad, la calma. Llueve más despacio. Arriba incluso se abre paso un inquieto pedazo de cielo azul. Las nubes lo miran cómplices. Forma parte del espectáculo.
La imagen es de K-State Research and Extension.