Los años fueron minando sus defensas. Aquel edificio, la memoria, se apolilló. Resultó ser un trabajo a conciencia. Poco a poco, socavando sus cimientos. Un ejército de pequeñas punzadas en las líneas de transmisión. Las neuronas perdidas, sin cartografía alguna, inútiles, quedaban ya como piezas de museo, perdida su función primigenia.
Había entonces que estimular, sea como fuera. Juegos en forma de retos, ridículos en otros tiempos. Gigantescos puertos de montaña casi imposibles de salvar. Aquellas suaves colinas y aquel aire fresco. La memoria encendida, enfadada, tenebrosa. No se parecía en nada a lo que fue. Se le preguntaba con buenas formas y respondía de malas maneras.
El tiempo continuaba, inexorable, robando cada día una parte del enjambre. Donde hubo caminos que comunicaban recuerdos hoy solo queda un leve rastro. En el lecho de la memoria quedan los restos de lo que fue. Se adivina que hubo algo, que la vida fluía a base de movimientos. Se intuye aquel fondo de humanidad. Pero la sombra cada vez ocupa más. El sol cae.
Las conexiones necesitan evidencias. En ayuda de la memoria. Hay que limpiarlo todo y jugar con otras reglas. Apunta, anota, dibuja, garabatea trazos. Aunque incomprensibles, sirven para revolver el fondo de lo que un día fuiste. Allá en los recovecos del alma hay que encontrar las migajas de lo que fuiste. Para que no lo olvides. Adiós a la razón.
La imagen es de Hernán Piñera en Flickr.