En algún lugar de donde la gente huyó. Allí el otoño se adormece tranquilo. Puede ser, por qué no, una playa. Desposeída de su ardiente algarabía de verano. Gritos, risas, baños. El otoño en cambio le devuelve la paz. Se acurruca en una esquina y extiende un manto invisible que parece impedir el paso a la mayor parte de los humanos.
Sí, la playa es otoño. Vacía, melancólica, en barbecho. Las olas continúan a lo suyo, es lo mismo pero diferente. El ciclo se repite. No puede ser de otra manera. Pero ahora, al fondo, los nubarrones dejan lanzan sus cortinas de agua al mar. Y en el paseo solo algunas mujeres que insisten en sus rituales. Caminan deprisa. Hoy también. Mañana lo mismo. Abajo en la arena, nadie.
El aire se vuelve más frío. Pero sigue siendo amable. Los días pasan y la luz pierde intensidad. La noche llega antes, el amanecer se vuelve perezoso. Las mujeres paseantes van y vienen. A veces más deprisa porque las nubes traen agua. Y hablan de sus cosas, de sus pequeños secretos compartidos a modo de defensa personal.
Desde la ventana, con la taza de café entre las manos, el otoño pasa despacio. Las gaviotas a sus anchas. Como las mujeres, la marea va y viene, va y viene. El ritmo de cada día se entremezcla con el de las estaciones. Los días se acortan. El paseo también se vacía. No hay negocio. La taza de café humea. Bonita la playa hoy. Imagínala.