Morir

La escena está bien definida. Estoy con setenta y cuatro años junto a mi pareja. Son sólo treinta más que ahora. El lugar es nítido, de aire transparente, arrollador. Allí sólo hay un repiqueteo de olas que encadenan un ritual monótono. Olas que se hacen espuma y desaparecen, pero que vuelven a recrearse. El lugar es tranquilo y apenas corre brisa.

Allí está el futuro, treinta años después. Es un lugar plácido. Un lugar donde hemos conseguido pactar un discurrir más lento del tiempo. Contra la opinión dominante, el tiempo se ha extendido. Los momentos duran más. Atrás quedan aquellos días de agendas apretadas que solapaban eventos sin piedad. Tiempo para ser devorado. Tiempo en el que estaba prohibido malgastar ni un solo segundo. Era el tiempo de la presión, un tiempo pasado constreñido por las ocupaciones de lo cotidiano.

La cabeza, a veces, se va. Los pensamientos huyen hacia atrás y se esconden del presente. El lugar está lejos. Claro, debe ser una isla allá al sur. Porque el cielo es inmenso, de un azul insultante y de un olor diferente. O incluso puede que no haya olor, porque de tan diferente ni siquiera parece olor. Es un lugar sereno. Es un lugar acogedor.

Después de treinta años, el camino se ve largo. El cuerpo se ha ido acobardando mientras que el espíritu ha aguantado. Sí, el espíritu ha mutado mejor que su vecino el cuerpo. Tuvieron mejores épocas de convivencia, pero no me quejo. Ambos han pactado una solidaria comprensión. El pulso se ha ralentizado, el tiempo se ha extendido, las olas siguen repitiendo el movimiento.

Ahora, treinta años después, a los setenta y cuatro, por fin acabo de entender que hay que morir. Es parte del juego y hay que jugar. Morir es otro lugar por el que transitar, es tranquilidad. Me ha costado setenta y cuatro años darme cuenta. Por fin he empezado a comprender lo que es morir.