Tecnología. Un mundo que comienza a no ser lo que es. Entonces, por arte de magia, las gafas. Los límites vuelven a su sitio, las letras se reorganizan, las imágenes transmiten lo que pretenden. Fuera, la realidad. Al otro lado del cristal. Dentro, un fallo de sistema. Queremos, pero no podemos. No sin ellas.
Las veo ahí, frente a mí. Apoyadas en un muñeco que juega a hacerles hueco mientras mi vista descansa. Pasta negra. Me miran. Creo que intentan decirme algo, pero no sé muy bien qué es. Detengo mi mirada en ellas. Me la aguantan, me la devuelven. No llego a entender del todo qué pretenden. Juraría que se han movido. No. No creo. Bueno, quizás.
Detrás de la montura, los ojos del muñeco. Su nariz anaranjada en medio. Un simple objeto destinado a servir de apoyo a las gafas. Le puse nombre: François. Porque vino de Francia, de Toulouse. Recorrió un largo camino hasta quedar como parte de lo cotidiano, sobre la mesa de trabajo. Él y sus gafas. Supongo que se llevarán bien.
No dejan de mirarme. Ya sé que no debería darle importancia. Forman parte de lo inanimado. Soy yo quien alimenta la película, quien imagina, quien se deja embaucar. Las gafas siguen ahí. No puedo dejar de mirarlas.