«Libros, bicicletas y datos», artículo en la revista Texturas

by Julen

Hace un tiempo Txetxu Barandiaran me pidió que escribiera un artículo para el número 33 de la revista Texturas, de la que es editor junto a Manuel Ortuño, y que publica Trama Editorial. Hace poco que ha salido a la luz y con su permiso comparto aquí el texto completo: «Libros, bicicletas y datos».

Desde siempre se han podido argumentar las buenas decisiones que tomamos a partir de un binomio en el que cada cual pone el énfasis donde le interesa: razón o emoción. No es que sean del todo excluyentes, pero parece que por un lado va la intuición, la inteligencia emocional, una especie de sexto sentido de gran utilidad para quien lo posea; y por otro, la precisión de las causas bien medidas, analizadas y envueltas en elevadas dosis de información relevante. Esta simplificación para explicar cómo decidimos los humanos siempre nos ha servido para entender que, según circunstancias y personas, lo hacemos más en base a la razón o a la emoción.

Por supuesto que del lado de quien vende un producto o servicio (da igual una librería que una tienda de bicicletas o unos grandes almacenes) interesa comprender cómo deciden las personas para intentar sintonizar en la misma onda. Ocurre, sin embargo, que de un tiempo a esta parte parecemos inundados por un magma viscoso que arrasa con todo a su paso: lo llaman Big Data. Así, anglicismo mediante, nos quieren explicar que no importa por qué o cómo decidimos. Lo que de verdad importa es que hoy en día disponemos de una capacidad analítica mucho más allá de la que se nos entregó en nuestro equipamiento de serie como humanos. Sí, las máquinas y sus misterios pueden evidenciar que “cuando A, entonces B”. No es cuestión de razón sino de correlación. Lo que te interesa como librera o librero es que “entonces B” sea “entonces compra”. Y, como decía, da igual que lo que haya que comprar sean bicicletas, libros o ropa interior. Así nos lo venden.

Para argumentar que lo del Big Data está aquí, nada como recurrir a quienes tienen los datos, valga la redundancia. En este caso nos sirve Google. Google, como Gran Hermano que es, nos puede indicar hasta qué punto un término está de moda o no. Solo hay que acudir a Google Trends, introducir el término en cuestión y esperar (algo menos de un segundo, que enseguida perdemos la paciencia) para ver la sentencia. He aquí la prueba del delito: realizada la consulta a 10 de mayo de 2017, esto aparece cuando buscamos “Big Data”.

Buscamos en el gráfico la tendencia, no tanto los números absolutos. Se observa cómo pudimos vivir sin Big Data hasta 2012. Algo que a mucha gente se le hará extraño. ¿Cómo pudo el mundo avanzar -si es que lo hizo- sin esa aparente capacidad de análisis? No se sabe muy bien cómo. Se supone que la humanidad vivía en una niebla permanente, sin disponer de correlaciones como base para la toma de decisiones. O al menos debían de estar restringidas a unos pocos sabiondos. El resto tirábamos, como ya hemos explicado, de razón y emoción. Hasta donde podíamos.

Industria 4.0 y el dato a precio ridículo o casi gratis

La industria 4.0 ha abrazado en su seno a esta caprichosa criatura: el dato. Ya se sabe que Alemania y Estados Unidos, supuestos mandones de la clase, le han dicho al mundo que el futuro pasa por la industria 4.0. Lo del cuatro tiene que ver con la cuarta revolución industrial, la actual, a la que precedieron la de la primera industrialización con máquinas de vapor, la segunda con producción en masa y la tercera, en la que robots y automatizaciones comenzaron a hacer su agosto en las fábricas. La cuarta revolución industrial nos trae la fusión de lo físico y lo digital. Y lo digital pone encima de la mesa que sin dato no hay paraíso. Y para que exista dato se necesitan sensores que los capten. A partir de ahí, dotada la humanidad de un vasto poder analítico mediante sus máquinas y su alimento, ya dispone del dato, captado a través de millones de sensores. Por fin sabremos que “cuando A, entonces B”. Y recuerdo, que la frase tiene su relevancia cuando se interpreta en este sentido: “cuando A, entonces compra”.

Hablemos de libros. O de bicis. Nos hacen falta datos. Hasta ahora era cuestión de preguntar a quienes los compran o los podrían comprar. Era cuestión de números básicos: cuántos libros han comprado, cuántas bicis, quiénes lo han hecho, cómo son esas personas, qué intereses tienen. Creció así un ejército de herramientas que jugaban a la psicología social, a la sociología y a la antropología. Se fusionaban con el marketing y sus herramientas de publicidad y comunicación. Hoy se ponen sobre la mesa también las neurociencias, porque también hay que entender cómo funciona el cerebro para comprar, ¿no? Todo a fin de que, en última instancia, quienes queremos que compren lo hagan.

Hoy, sin embargo, el dato se impone. Pero el dato en su dimensión total, omnipresente, única. En gran parte porque se ha vuelto barato. Pensemos en un libro, en un artículo, en cualquier documento de texto. La ciudadanía de a pie lo puede leer, pero lleva su tiempo. Hasta cierto punto, somos un recurso caro. Tiempo es dinero y la medición es simple: se multiplica ese tiempo por lo que entenderíamos una retribución digna y aparece el coste. Analizar un texto, más allá de leerlo por placer, cuesta dinero, si es un humano quien se pone a ello. Claro que leer te transporta, difumina el sentido del tiempo, te eleva a otra dimensión. Pero de esto no hablamos porque eso la máquina no lo entiende. Ella no se distrae ni se ensueña con paraísos por descubrir. Ella hace su trabajo. ¿Qué trabajo?

Vamos a hablar de análisis masivo de texto. Y voy con un caso que me ocupa en la actualidad y que tiene que ver con el mundo de la bicicleta. Como quiera que el matiz es “masivo”, no vamos a andarnos con rodeos. Pensemos, por ejemplo, en un documento que contiene la transcripción de 40.000 mensajes enviados a un foro de discusión. Son personas que comparten su pasión por cierto tipo de bicicleta de montaña. Como digo, es algo que estoy investigando ahora mismo. La opción A, leer, tiene un coste. La opción B, dejarlo en manos de la herramienta adecuada, tiene otro, el del software en cuestión, pero puede ser amortizado a base de alimentarlo con carne fresca cada mañana.

El software de análisis masivo de texto, junto con otras herramientas que forman parte de la artillería Big Data, me va a proporcionar los datos: quién habla más, qué palabras se utilizan y quién las utiliza, cómo evolucionan en una línea de tiempo, qué “sentimiento” se genera alrededor de ciertos conceptos (positivo o negativo), quiénes interactúan con quién y de qué forma. El humano solo tiene que echar a la cazuela los ingredientes -el texto- y el robot de cocina hace el resto. De repente, nos dicen, emerge inteligencia de esos millones de caracteres. Ahí están los datos. Ahora lo que te dice el software es: no seas tonto, las decisiones son obvias, para eso te entrego los datos organizados. Y ahora, cuando decides, lo haces sobre la base de la ciencia de los datos, de la ciencia del Big Data. Así, con mayúsculas. ¿Pero leo los mensajes? Sí, los leo, lo necesito para entender qué me dicen los datos.

El dato y lo que está por detrás; lo cuantitativo se funde con lo cualitativo

Cuando investigas te explican que lo puedes hacer de forma cualitativa o cuantitativa. Una gruesa línea separa esos dos enfoques. Los datos, sin embargo, caen en una cesta que tiene parte de ambos bandos. La estadística está por detrás para contar, sacar medias, extraer correlaciones y avalar tamaños de muestras. Pero las ontologías, las palabras que conforman contenidos y explican el mundo que habitamos, lo que el dato necesita por detrás para cumplir su función, son básicamente algo cualitativo.

Y por aquí parece que se puede buscar la salida del laberinto. Porque bien parece que estamos de lleno perdidos en un laberinto de datos, de promesas, de cambio de paradigma, en la forma en que quieren que decidamos. Es un laberinto repleto de cifras y datos que se disfrazan de ciencia única, de verdad, de no hay otra manera. Da igual que Google Trends diga que hubo un mundo, anterior a 2012, en el que Big Data era un juguete en manos de gente de bata blanca oculta en laboratorios semiclandestinos. La historia de la humanidad abarca dos grandes períodos: de la creación del universo a 2012 y los algo más de sesenta meses posteriores.

Calma, no hay que dejarse llevar por el dato. Como forma de pensar, de captar lo que sucede, siempre es interesante buscarlo. El camino hacia él está repleto de descubrimientos casuales. Sí, no tanto causales como casuales. Aprendemos cuando diseñamos herramientas para conseguirlos, aprendemos de lo que investigamos solo por intentar buscar los datos. Lo cuantitativo se rellena de cualitativo por el simple hecho de ir a por ellos. Ambas dimensiones se entremezclan en la cazuela de la investigación. Emerge un conocimiento, un aroma, unas texturas, un sabor, que no resultan de lo que los datos dicen, sino de la extraña magia de un ser humano que se pone a salsear con ellos. Necesitamos el dato, pero también a la persona, plena de contradicciones, sabiduría e ignorancia, que se arremanga para trabajar con ellos.

Los libros en papel huelen. El texto digital añade el poder del dato y del metadato. La idea de la industria 4.0 es que dejemos de hablar de dos versiones del mismo producto. Solo hay una, mezcla de átomos y bits. Compramos la idea si trae consigo un enriquecimiento de la experiencia, tanto de lectura por placer como de análisis para tomar decisiones. La industria 4.0 solicita un peaje para esta fusión: hay que pagar con sensórica. Lo físico adquiere poder digital sin perder su atomicidad cuando incorpora sensores. Los sensores leen lo que hacemos, leen a las personas y leen a los objetos, y extraen datos a quintales para alborozo de la nueva jauría de emprendedores digitales. Business everywhere. Pero podemos leerlo en positivo y con esperanza, aunque también con cierto riesgo, claro está. Empecemos por esto sin olvidar lo anterior.

Colocar el dato en el centro es un acto político. Por supuesto, mirado desde lo que implica y el tipo de sociedad que dibuja. El dato exige un cierto tipo de rendición relacionada con la seguridad y la privacidad. Nunca como ahora esa sensórica había sido capaz de dinamitar nuestra intimidad. A través de los objetos -libros en este caso- se sabe quién, cómo, cuánto, dónde. ¿Por qué? Esa es la consecuencia. Puede que necesite interpretación humana o puede que ya no haga falta. Porque si el dato dice “cuando A, entonces B”, el juego termina y gana la banca. No decides, deciden por ti. Pero es que lo saben casi todo de ti. Y el “casi” está en franca retirada.

En positivo, se abre un inmenso campo de aprendizaje: aprendemos de lo que hacemos para que las propuestas sean cada día mejores. No hace falta colocar la línea de separación en 2012 y jugar solo en el terreno del Big Data. Como decíamos, los datos son el camino hacia la comprensión de lo que estudiamos, sea por la obtención del dato mismo o por la construcción téorica y conceptual que ha sido necesario desarrollar para alcanzarlo.

En 2017 no parece que haya forma de escapar del dato. El mundo se ha digitalizado y no hay otro mundo al que mudarse. La maraña de datos es de una densidad que probablemente no sepamos calibrar. Lo intuimos, pero es difícil tomar conciencia de ella. La capa digital rodea cualquier objeto. Y a cualquier ser humano. Internet es ubicua y los datos acuden en masa a sus nubes. Computación en la nube. Datos que suben a los cielos para mayor desorientación. Ahí es lógico encontrar actitudes que se rebelan contra semejante monstruo. Pero mientras tanto el monstruo convive con nosotros, aquí y ahora.

El dato necesita una mirada crítica. No es plano, no es inocente. El dato como punto de partida es inmensamente poderoso. Dime cuáles son los datos y te diré lo que voy a hacer. Nadie quiere quedarse fuera de juego y que le pillen sin datos. Los datos son la justificación, es la objetividad y la tranquilidad de que se hizo lo que había que hacer. Pero el dato puede estar contaminado en origen. Dime qué mides y te diré cómo me comporto. El dato y lo que se mide como predictor de comportamiento humano. Palabras mayores.

Porque, en realidad, lo más delicado de todo esto es que acabemos haciendo lo que hay que hacer ¡casi siempre! Un mundo plano, predecible y basado en la razón es pura distopía. Somos contradicción y fracasos, somos irracionalidad y pasión. Algo que el dato no entiende. A no ser que se diera en suficiente cantidad como para que “cuando A, entonces B”. Y los datos dirían entonces que el mundo que habitamos está repleto de comportamientos maravillosos, altruistas, incendiarios, radicalmente humanos.

Razón y emoción. Nada nuevo, por mucho que a partir de 2012 no se sabe muy bien quién nos quiere borrar una de las dos caras de la moneda.

Libros y bicicletas, ambas creaciones traspasadas hoy en día por el dato como nuevo mantra del mercado. Todo disfrazado de una “ciencia” donde no caben errores: lo dicen los datos. Claro que no siempre la mejor decisión es la que se suponía que había que tomar. No está de más cierta distancia crítica frente al absolutismo de la razón. Sea como sea, disfrutad de la ruta, sea a lomos de vuestra bicicleta o de vuestra imaginación. Los libros siempre nos ayudarán a imaginar más allá de lo que los datos son capaces de proponer.

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