Escrito en blanco. Un texto fundido. El poema que no leí. No porque no quisiera sino porque cuando quería hacerlo, él se empeñaba en palidecer. Era fijar la mirada y notar cómo las letras emprendían la huida. La mayor parte de las veces jugando a hacer simbiosis con el papel. Pero otras se las veía aceleradas, marchando a toda prisa hacia el párrafo siguiente, donde quedaban escondidas en un absoluto sinsentido. Y no pude. No lo pude leer.
En ocasiones jugaba a pillarlo desprevenido. Lo planeaba bien. Simulaba una dedicación intensa a cualquier otra lectura: un ensayo, un documento de color científico, una novela con olor a negro. Y entonces, de repente, volvía la vista muy rápido sobre el poema, que parecía descansar plácidamente sobre el papel. Pero era mirarlo y comenzar su autodestrucción. Las letras siempre me ganaban. Veloces, ya ves tú quién me lo iba a decir.
El poema que no leí, claro está, se convirtió en un misterio. He supuesto mil y una veces que quien lo escribió así lo hizo por alguna razón. Pero nunca llegué a comprenderlo. Llamé incluso al hospital de poemas por saber si había casos similares y cómo habían actuado ante semejante enfermedad. El chico que me atendió a punto estuvo de ponerme con psiquiatría. Sobre todo cuando le dije que pasaba más a menudo con las décimas.
Hoy es el día que lo tengo asumido. El problema, si acaso, es que todos los poemas se han unido y han desarrollado ante mí la misma conducta. De hecho solo puedo leer uno que empieza: poema unido jamás será vencido. El texto está encajado entre signos de exclamación y centrado en tipo de letra deja vu sans. Me suena de alguna otra cosa pero no quiero darle más vueltas porque tengo escapatoria.