Uno más. Colores de otoño. Una estación que con el tiempo se ha convertido en silenciosa compañera de viaje. Más que cualquier otra. Las hojas caen y alfombran lo cotidiano. La melancolía gana terreno. Y el silencio se escucha más.
Los parques se llenan de reposo. Aunque el viento sople. Los árboles coquetean con el destino. Intentan engañarle con atrevidas apuestas cromáticas. Pero todas las partes conocen el final del juego. Desnudos, a la espera del invierno, entonces reducirán su metabolismo.
Mientras, las castañeras ocupan sus puestos de vigilancia. Reparten olores. Invocan una nueva estación y de repente un día, por fin, el frío se siente. Quieto, calmo, despejado. O a lo mejor a través de una ráfaga traicionera. Y parece que todo el mundo se sorprende. El teatro de las estaciones.
La vista escapa hacia donde los colores ganan presencia. Marrones, ocres, colores íntimos. Algún que otro rojo más atrevido. La castañera, en cambio, ennegrece. Ella representa el final del camino. Antes de su enésimo cucurucho, dando nueva vida a las noticias del día, sueña con un estallido de color. El otoño, la decadencia.