Leo y casi nunca son más de tres páginas. Es un ejercicio de contar lo imposible y hacer que en un momento todo gire para que parezca verdad. Unos personajes en busca de un breve instante de gloria. Unos personajes que se retuercen entre conversaciones cotidianas. Y te preguntas cuál será el detonante para que resbalen y huyan a toda velocidad. Porque en tan poco espacio no hay momento para el descanso.
En general son historias sencillas. Escuché al autor decir que procuraba no sobrevalorar la verdad. De ahí que disponga siempre de un as en la manga. El engaño como manera natural de contar. Juega con una conciencia que no se asusta ante el exabrupto y que utilizan un candor arrebatador y pérfido a la vez. Las historias se escapan hacia territorios de delirio donde las normas desaparecen.
Fragmentos. Piezas menores en un gran libro. Pedazos de una obra que no aspira sino a sumar por simple agregación. Uno tras otro. Cada cual en busca de su giro inesperado. Cada cual para contradecir al precedente. Todo en una especie de teatro donde no puedes suponer que nada de lo que se cuenta está basado en hechos reales. Aunque lo esté. Aunque sea realidad.
No hay secuencia obligatoria. La página siguiente puede que no sea la que ves al pasar la hoja. La página siguiente espera tu decisión. Puedes cabalgar a grandes zancadas, retroceder o ir paso a paso. Todo sirve. Cada pieza no tiene por qué casar con la siguiente. Son cuentos. Todo mentira. Con retazos, eso sí, de una verdad inquietante. O delirante. O desternillante. Verdad. O mentira.