A veces las ilusiones quedaban escondidas a los ojos del resto del mundo. Ella y su cámara sabían que solo era cuestión de tener paciencia. Sus ojos del agua. Un rostro enigmático durante unos escasos segundos. Después nadie sabría ya del milagro. Por eso volvió a ocupar su lugar en el puente y esperó. Y al paso del remero volvió a sonreír. Un pequeño guiño y adiós. El inmenso gozo de aquellos instantes que desaparecían y mantenían su secreto oculto bajo un candado invisible. Mañana volvería de nuevo a observar como el remero, su gran amor, le dibujaba aquellos profundos ojos. Solo para ella. Solo por un instante.
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