La acera

Ha llovido y los charcos se reparten por doquier. La acera sabe de sus imperfecciones. Sobre su pulcro e inmaculado diseño inicial fue sufriendo poco a poco múltiples violaciones que escarbaron en sus entrañas. Cables y cañerías agujerearon el interior y su superficie quedó sujeta a la buena o mala mano de los operarios de turno, pura casualidad. Así que los charcos hoy se reparten al azar.

Pisadas en silencio o alegres algarabías, todo cabe. El tiempo se sucede y por allí pasan generaciones. Quienes un buen día llegaron en un carrito de bebé terminarán por apoyarse en un bastón. Es solo cuestión de paciencia y de que los años hagan su trabajo. Habrá gente que transitará miles de veces por este pequeño y familiar territorio. Porque a fin de cuentas el barrio se encarama a su acera y de esta forma mantiene viva la memoria de una identidad que se transforma con el paso del tiempo.

Hoy está vacía. Aún es temprano. Quedan los restos de la tromba de agua de la noche. Hojas por el suelo y alguna que otra pequeña rama. Espera a sus transeúntes. Algunos anónimos pero la mayoría bien conocidos. Ella los observa mientras avanzan sin saberse auscultados por unos ojos invisibles. La acera se contrae y se diluye. Apenas si existe bajo los pies de tanta gente. Pero guarda un inmenso registro que se renueva cada mañana. Y a veces extraña a algún que otro humano que por razones que no comprende deja de pasar durante un tiempo.

Así que ahora que el día todavía dormita, ella prepara el escenario. Nada al azar. Bancos, jardineras, barandillas. Todas sus tropas pasan revista a la espera de continuar con la observación. Callan mientras se concentran para luego cumplir bien con su papel. A lo lejos una mujer se aproxima a paso rápido. Ya saben que su caminar decidido la conducirá al trabajo. Luego volverá con su anciano en silla de ruedas. Como cada mañana a las nueve. Comienza a rodar un nuevo día.