UHF

Solo eran dos los canales. Y uno era el UHF. Tres letras que nunca supe interpretar. Se llegaba girando un mando que hacía crak, crak, crak, crak. Hacia un lado y hacia el otro. Sencillo. Un mundo con opciones claras, sin términos medios. Una y otra. Y en ambas terminabas imaginando el mundo, sin importar muy bien las imágenes que salieran. El mundo se lo imaginaba uno de todas todas.

En casa la televisión entró tarde. Así que la llegada del hombre a la luna tuvo lugar en casa de una vecina donde después iría a estudiar la particular. Sin embargo, no recuerdo ninguna emoción especial cuando por fin apareció aquel aparato. Se quedó en casa mucho tiempo pero nunca cautivó porque competía con la calle. Y la calle era el paraíso.

Sí recuerdo algunos programas para niños. Quedan fijados al recuerdo con cierta fragilidad, como si los huecos que se han perdido necesitaran un relleno artificial para que las escenas consigan adquirir sentido. Veo imágenes que ahora pasan por delante desvaídas y amorfas. Las veo cómicas, entre divertidas y carentes de lógica. Así que si quiero procesarlas tengo que inventar. Y no sé cómo. Porque la lógica ha cambiado. De niño todo encajaba; ahora te preguntas con qué fragmentos recomponer la escena.

No había dónde elegir. Y eso proporcionaba seguridad. Nada de fracasos y parálisis por no saber qué hacer. Tanto los juegos como las obligaciones quedaban dentro de un terreno reconocible a simple vista. Crak, crak, crak, crak. Fin. Delante de mí una poderosa gama de grises acompañaba a los personajes. Se los veía tristes aunque obligados por contrato  a interpretar felicidad, encarcelados en aquel UHF de segunda fila.