El lápiz

Serio, fino, alargado. Negro y con cierto halo de tristeza. Espera junto a otros como él. En la lotería del reparto le tocó llegar hasta una papelería de pueblo. Eso sí, en la Calle Mayor, la que toma el pulso a la vida de allí, la que observa y calla. En la papelería de la Calle Mayor el lápiz espera a conocer su suerte.

La niña se despega de su madre y sale corriendo. Lleva en la mano el dinero. Cerrada con fuerza para que no se le caigan las monedas con las que comprarlo. Cuando llega al mostrador apenas si es capaz de ver al enorme señor al otro lado. ¿Qué quieres? Un lápiz. Lo dice con ansiedad porque no sabe hacerlo de otra forma. Un lápiz. Un lápiz, por favor.

Como si se tratara de una ceremonia de vital importancia, el señor se da la vuelta, abre un cajón de entre los miles que tiene detrás y saca una caja. Allá van. Todos juntos, pegados unos a otros como si fueran ovejas en un rebaño. Tímidos, callados, muy quietos. Todos esperando a su suerte. Y uno de ellos se deja querer. Apenas si se nota, pero se mueve un poco de lado y rompe la rigidez de las filas tan perfectas que componían.

El señor ofrece la caja abierta a la niña y ella lo coge con su mano sudorosa, lo aprieta. Y según sale otra vez volando, ya comienza a pintar con su imaginación. No tiene tiempo que perder. Corre, corre. Tiene que llegar a casa cuanto antes. Allí ha dejado unos papeles para escribir sobre ellos. ¿Un paisaje?, ¿la casa de la abuela?, ¿su hermano mayor? No, el primer dibujo será para su lápiz. Quiere pintarlo para recordar cómo fue aquel día en que lo compró.

Mientras, el lápiz, cualquiera sabe por qué, llora en silencio. Se acuerda de sus hermanos. Pero siente la humedad del sudor de las manitas de su dueña. Y se siente feliz, muy feliz.