Hubo un tiempo en que ambicionó ser más de lo que era. Unido por un hilo finísimo que le ponía en contacto con su origen, el reflejo quiso jugar sus bazas y asaltar a su progenitor. Pero cada vez que trataba de salir de su territorio encontraba un movimiento similar en la otra parte. Un desencuentro permanente, nada que pudiera concebir como una victoria. Tan solo le quedaba, pues, resignarse a jugar en la sombra.
Un destino cruel, pensó al principio. Siempre a las órdenes de su jefe. Cualquiera pensaría que aquello no era vida. ¿Qué sentido tenía si no podía hacer ni decidir nada sin permiso de su original? Pensó y pensó. Pasó por malas épocas, momentos duros donde la vida perdía sentido. Cada mañana la misma rutina. Pegado, asido, enlazado. ¿Libertad? Hermosa quimera que leía en los ojos de la gente que se acercaba a observar el fenómeno.
Pero poco a poco descubrió en las miradas la sorpresa, la admiración. A veces una callada reflexión en la que compartían un pensamiento. Se sintió no tanto útil sino simplemente digno. Porque podía encontrar aliados en el agua, en las nubes, en el sol, en el viento. No era cuestión de controlar nada; tan solo de jugar con ellos, de dejarse llevar y de reflejar de forma alternativa una imagen que servía de inspiración.
Así que el tiempo pasó y él siguió su transcurso no tanto mirando al origen de sus formas sino a los seres humanos que se acercaban a descubrir la simbiosis perfecta. De un lado la realidad y de otro su reflejo. De un lado unos colores y de otro una réplica imperfecta, que jugaba con el original para extraer matices y propuestas. Las mañanas y los atardeceres como momentos para recogerse y pensar que sin ser nada original lograba atraer miradas de asombro. Una vida prestada que no tuvo otro remedio que aceptar como suya.
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Hermosa foto.