No tiene nada que ver con lo que pasa ahí fuera. No es un desbordante montón de gestiones sin resolver. Pero es tan real e intimidatorio como el más cruel de los tapones de tráfico de cualquier gran ciudad en su hora punta y unas prisas ahogadas en su impotencia. Es un atasco, un movimiento imposible, unos enormes grilletes que solo crecen en la imaginación. Pero grilletes. O un simple cercado que tus emociones impiden saltar.
Alrededor todo parece discurrir como siempre. La velocidad es constante. Personas que deambulan, que desplazan sus ilusiones de un sitio a otro. Nubes que siguen su camino hacia la disolución. Todo sigue su curso. No hay una dirección única, son opciones que al azar conforman un movimiento global, del que solo somos conscientes al tomar distancia. En realidad, en lo inmediato y en lo cercano, todo parece ir más despacio. Pero no es así cuando amplias la escala.
Así que el atasco es pura invención. Es solo una jugada del carácter. Sin que tú lo puedas prever. Es un bloqueo juguetón que se rodea de pequeños detalles. Se arremolina y te conduce una y otra vez a la parálisis. Sin narcóticos, sin estridencias, sin química alguna que parezca explicarlo. Es un dulce tsunami que lo invade todo sin provocar catástrofe alguna. Tan solo queda esperar y ver sus consecuencias. Pero para eso hay que esperar. Mientras, continúas paralizada.
Y un atasco sucede a otro. Aunque puedan distanciarse mucho en el tiempo reconoces patrones comunes. No es ni un olor, ni un cambio en la tonalidad de los colores; es solo una inmensa sensación de que no hay paso adelante que sea posible. La barrera desciende y bloquea el paso. Sin guardianes, sin ninguna indicación que haga saber el tiempo en que permanecerá así. Es todo lo que puedes saber: la barrera impide el paso. Y contigo, en la cola, solo quedan restos de ti mismo. Atascado, una forma de estar. O de ser.