Tecno-Estrés es el título de un libro de José María Martínez Selva. Básicamente se trata de un repaso por las penalidades que nos pueden llegar a hacer pasar las tecnologías (en su más amplio sentido). Además de que sean obvias las ventajas que aportan a la sociedad, no está de más recordar algunas de estas consecuencias nocivas. Desde mi perspectiva de usuario, es evidente que no estoy de acuerdo con algunas de las interpretaciones casi apocalípticas que el autor propone, pero no por ello quiero dejar de poner en valor el sentido crítico que siempre debemos desplegar ante las tecnologías.

Esta cuestión del uso crítico de la tecnología es más importante aún cuanto más extendido está su uso. Que Facebook sirve para que la gente organice actividades y mueva de forma ágil información, de acuerdo. Pero también es verdad que como usuarios, firmamos condiciones de uso de las que no somos del todo conscientes. Por no decir algo más, claro.

La lógica nos dice que debemos realizar un uso racional y controlado de las tecnologías, que equidista de la fobia y de la idolatría. Pero una cosa es el dicho y otra el hecho. El autor, por ejemplo, hace alusión a cómo se genera, mediante refuerzo intermitente, una «necesidad» de lectura del correo electrónico porque alguno de ellos sí que resulta ser importante entre una maraña de otros miles que no lo son. Es cada cual quien decide, en cierta medida, hasta dónde «usa» las tecnologías o hasta dónde deja que las tecnologías «lo usen». Pero ¿cada vez con menos capacidad de decisión libre?

Junto a la posibilidad de interactuar de forma más rica con otras personas, se asoma enseguida la sombra de la despersonalización. La tecnología nos coloca delante «máquinas supuestamente inteligentes» que se encargan de conducirnos por el laberíntico mundo de «marque asterisco», «marque almohadilla», «diga 1», «diga 2», «diga 3» o «manténgase a la espera que todos nuestros operadores están ocupados». El trabajo de las personas es prescindible. La tecnología ocupa su lugar. Los luditas y los neoluditas son solo una anécdota de un progreso que no se detiene.

Dejar de controlar la tecnología y que se vuelva contra nosotros ha sido, es y será materia prima para la ciencia ficción. Pero la sociedad de control en la que vivimos es ya una realidad. Cada vez hay más capacidad de procesar automáticamente  información a partir de los miles de terabytes de contenido digital multimedia de las cámaras que nos vigilan. Y luego está la cuestión de «saber» que te vigilan. O de inducirte la sospecha de que pueden vigilarte. O, el peor de los casos, generar una sociedad vigilante, donde la responsabilidad ciudadana se ejerce, sobre todo, porque denuncias. Sé solidaria, denuncia a tu vecino. La tecnología te proporciona el anonimato.

Esta tarde, cuando vuelva para Bilbao, terminaré de leer el libro. Me quedan viente páginas que sin necesidad de recurrir a retraso en el vuelo, seguro que caen. Se lee fácil. Y fácil es marcar párrafos en los que uno cree que el autor patina. Pero hay otros párrafos que, al repasarlos después de quedar marcados, te llevan a un cierto desasosiego:

En Londres hay tantas cámaras de vigilancia (unas 200.000) instaladas en espacios comunes que se calcula que, como media, un londinense es grabado trescientas veces al día.

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