La imaginación

Quieto, inmovilizado, atado a una silla, me muevo tranquilo por los senderos. No hay prisa. El sol pega de espaldas a estas horas tempranas de la mañana. Las piernas inmóviles, la silla anclada al suelo, el aire en la cara. Es el fresco de la mañana arriba en la montaña.

Abajo en el valle el pueblo se despereza. Sale humo de algunas chimeneas. El día viene despejado, pero todavía hace fresco. Muy despacio, el tiempo se aquieta, se remansa por unos momentos. La herida en el olvido, quieto, pegado a un lugar del que cada mañana salgo con mi imaginación. Las manos frías y un poco entumecidas. Luego ya pegará el solete y sobrará la ropa. Ahora todavía se siente el rocío.

Abajo los pies permanecen inmóviles, pero arriba en el cerebro la imaginación cabalga desbocada. Un leve zigzag para ir ganando altura. El pueblo sigue pegado al fondo del valle, cada vez más lejos. Yo cada vez más arriba, más alto, más cerca del azul del cielo. A punto de alcanzar la cota de lo inimaginable. Un mundo abierto donde mi imaginación se impone callada a la miseria de las ataduras corporales.

El día viene tranquilo. Solo queda disfrutar. Desde lo más profundo de la incapacidad que los demás ven en mí, yo solo digo que doy pedales con la imaginación. Y si no te lo crees, yo más no puedo hacer. Cuando lo imposible se acerca desde la limitación física no tengo problema en gritar a los cuatro vientos que el cerebro y el corazón son dos herramientas humanas para hacer realidad lo imposible.