El tren se retuerce para seguir un camino que le obliga a moverse despacio. No hay otra forma de superar el desnivel. Perezoso, lento, asfixiado por su propio peso. Una curva más y llega hasta la siguiente curva. ¿No habíamos estado antes aquí?
La carga de sentimientos se agolpa en el vagón trasero. Allí se arremolinan en un mar encrespado que sume al pasaje en una ciclotimia profunda. Al caer en la fase valle, el peso incrementa la presión. El tren se ahoga, despacio. El tren continúa. Casi a paso humano, se esfuerza. Los raíles son la cárcel del destino: sólo dejan una opción. Adelante.
Mientras, la bruma se echa encima. Siempre había estado en esta parte de la montaña. Esperando, con la paciencia de quien no mide el tiempo. Cuando lo tienes, no importa cuánto hay que esperar. En la niebla todo parece más irreal. El tren se diluye, se suicida, desaparece. Con toda aquella carga: exasperación que se mueve sin avanzar. El peso, el peso. Arriba no parece que se llegue a ningún lado. Arriba ha desparecido.
En los vagones se reparte incoherencia e ilusión a partes iguales. Son unidades de destino individuales que perdieron la guerra de la independencia. Se unen, se alinean, se dejan llevar. ¿Quién conduce? Caminando de vagón en vagón hasta llegar a la cabina. La puerta cerrada. ¿Quién conduce? ¿Quién está ahí? Pero no hay respuesta. El tren de la vida lleva el piloto automático. Nadie lo conduce. Es sólo una maqueta. No, no lleva el piloto automático. Es un niño quien lleva los mandos.
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