Le miraba con fiereza, sin gruñir en exceso. La mirada, eso era lo que le tenía paralizado. El perro le miraba fijamente, con un hilo de baba que le colgaba de la boca. Allí se adivinaban los dientes, blancos, asidos al gruñido.
El camino era angosto, casi cegado por los helechos y las zarzas. Apenas paso para una persona. Ninguna alternativa, ni a un lado ni a otro. Un suelo algo resbaladizo no tanto por las lluvias sino por la niebla, casi permanente en esa zona de la montaña. Un lugar apartado, un sendero olvidado en un monte cualquiera. Un lugar anónimo. Mal sitio para el encuentro. Nunca antes se había topado con un perro allí.
El corazón le golpeaba infame con cada latido. El pánico, por fin lo había encontrado. Un pánico atroz, inmenso, que se fundía con su persona. El perro estaba allí enfrente. Un primer paso adelante, aún sin ladrar, pero elevando el volumen de su gruñido aterrador. Un segundo pasó y saltó.
Se le veía tranquilo y feliz, relajado. Jugueteando con su dueño, el perro ladró de nuevo y siguió su camino, alegre y satisfecho.
1 comentario
Este microrrelato me recuerda a encuentros con perros en sendas de la urbanización simón verde (chalets y muchos perros), donde yo vivía hace unos 17 años.
En bici (te la juegas mas por eso de la velocidad) o corriendo, mas de una vez se agudizaron los sentidos y se disparó la adrenalina para gestionar la situación de encontrarte a solas con un perro de cierto tamaño que se habia fijado en uno… final incierto. Siempre tuve suerte y no consiguieron morderme aquellos que me atacaron.
En aquellos tiempos la urbanización era joven y la gente tenía perros para «defender» sus chalets (y no por el amor de una mascota), muchas veces se les olvidaba cerrar la puerta o el perro descansaba suelto frente a la casa. Hoy en día ya es menos probable encontrarse con un perro de estos.
Saludos