La ventana

Al otro lado de la calle se refleja el sol en las ventanas. Blanco sobre color teja, el cristal complementa la fuerza del sol en la ventana. Tampoco hay que mirar mucho más allá. Sólo dejar que la vista acuda al encuentro cada cierto tiempo. El sol está muy lejos. La ventana está al otro lado de la calle. Apenas son veinte metros. Pero la ventana está muy lejos del sol.

La pantalla del ordenador emite luz. Concentrada, atrapada en espacios minúsculos. Menos espacio, más eficiencia. Y allá fuera, en cambio, todo explota. El sol, la claridad del aire. Hasta donde se puede, porque la ciudad ennegrece el aire.

Abajo las personas siguen caminando por las aceras. Es el lugar de conversación, el lugar donde se cruzan las miradas. Allí nacen incertidumbres y grandes amores. Allí el tiempo se detiene y se acelera. La paradoja de la persona que somos, una y muchas al mismo tiempo. Sucede todos los días pero no lo sabemos. Algo pasa en las aceras. Porque la ciudad no tiene calles tranquilas que detienen el tiempo. Las casas tienen puertas, pero no son lugares donde estar; son sólo lugares de paso. Se entra y se sale, pero no es lugar para detenerse. Las sillas en las puertas son para los pueblos. Los pueblos no son ciudades. Los pueblos son lugares que se deshabitan en lo cotidiano pero que se rehabitan en el ocio. Paradojas humanas, que vuelven a la conversación tranquila debido a la celeridad que provocan.

El cristal de la ventana es obra de los humanos. Alguien pensó que el sol debía tener un lugar donde recrearse y tomar conciencia de que, aunque lejos, está aquí. La ventana que veo desde mi despacho es una ventana anónima. No sé quién vive allí. No sé nada de esa gente que está a veinte metros. La ciudad tiene estas cosas.

La foto es de bachmont.