Helados de tarde de domingo

by Julen


Ayer fue una tarde agradable, con mucha gente en torno a las redes de la memoria. Ahora que ya está publicado, lo comparto también aquí. Seguro que vendrán más. Yo siempre hago caso a las abuelas.

Helados de tarde de domingo

Los helados eran al corte y llegaban sólo los domingos a eso de las cuatro de la tarde, más o menos. Era la época en que podían hacer daño. Por lo frío, quiero decir. Sí, era una alternativa al flan, las natillas o el arroz con leche. Era la alternativa que se salía del tiesto porque vete tú a saber de qué estaban hechos aquellos helados.

El barquillo, arriba y abajo, cuadrado. Entre las dos piezas quedaba un sabor único. Al menos no recuerdo otro que no fuera la nata. Y mi abuelo creo que nunca lo llegó a probar. Aquello no podía ser nada bueno.

Mi abuelo siempre usaba boina y no puedo distinguir casi su pelo blanco en mi retina. Difícil que le diera la luz del día. Así que la boina y mi abuelo discurren juntos por algún rincón de mi cerebro que ha querido aferrarse a ese recuerdo. Lo tengo bastante claro. Junto a las vacas, junto a la burra, junto a la hierba recién cortada para aquellos animales que formaban parte de la familia. Bien que no al mismo nivel que los nietos, pero desde luego que con derecho a formar parte del núcleo familiar. Claro que las estadísticas oficiales no lo reflejarían, pero en mi casa, las vacas siempre tenían nombre. Eso sí, nunca había más de dos o tres. Preferiblemente dos, para que no hubiera mucha competencia por las boronas o por los nabos, sus manjares preferidos. Bueno, y los cardos, también los cardos.

Los helados llegaban con toda la parafernalia que la zona minera requería. Cochecito ad hoc, bocina y esas cosas. Paraba frente a casa. Supongo que sólo sería en época estival, porque entonces los helados eran para el verano, no como ahora, que ya, cambio climático mediante, uno no entiende por qué las heladerías siguen abiertas todo el año. Ya, el mundo ha avanzado. Claro, qué cosas pasan.

Los helados eran al verano lo que las chibiritas a la primavera. Esas chibiritas eran las que con paciencia conformaban la materia prima de las pulseras más hippies que éramos capaces de fabricar. Atravesando con un hilo casi siempre blanco su corazón, las chibiritas se acurrucaban una detrás de otra, en fila, muy apretadas. Todas juntas se transformaban en pulseras que duraban dos asaltos. Su natural fragilidad y la consustancial algarabía de los niños se unían para que muchas de ellas no sobrevivieran al final del día. Porque las pulseras de chibiritas también eran de las tardes de domingo o, al menos, del fin de semana.

Mi abuelo nunca probó aquellos helados del demonio. Claro que mi abuela era aún peor. Yo creo que los hubiera prohibido por decreto real. Sí, seguro que su tos permanente no podía soportar que aquel frío polar invadiera su garganta y todo su aparato digestivo. Así que abuela y abuelo estuvieron siempre de acuerdo en aquel asunto: los helados no podían traer nada bueno a la alimentación infantil. Pero mis padres lo consentían. Debió de ser motivo de alguna discusión incruenta que evidenciaba un gran salto generacional. Los abuelos sin helados, los padres con ellos. Ya no se sabía adónde iría a parar aquel mundo que daba por bueno alimentos del diablo.

Mi abuelo siempre fue más de arroz con leche. Cuando no existían baremos que normalizaran hasta dónde podía la glucosa invadir la sangre, los dulces eran pasto de las ansias de quienes conocieron el año cuarenta y uno. Digo lo del cuarenta y uno porque es otra de las razones que explica los cambios generacionales aquí en la zona minera de Bizkaia. El cuarenta y uno fue, según se contaba en muchas casas, el año del hambre. Ni yo ni mi hermana conocimos ese año. Nos quedó muy lejos. Pero a nuestros progenitores debió de marcarlos, porque conocer esa fecha en la más tierna infancia debe de hacer comprender que el alimento no llegaba porque sí. Aunque en mi casa siempre oí aquello de que el hambre lo fue menos que en otros sitios. Había huerta y había animales. Y eso da muchos boletos para que la subsistencia resulte más llevadera en caso de que los mostradores de las tiendas se vacíen.

Mi recuerdo cabalga también a los lomos de nuestra burra. Casi siempre fue burra y no burro. No me preguntéis por qué. Supongo que habría razones profundas ancladas en el saber ancestral del casero de la margen izquierda. Burras de las que se valoraba, sobre todo, su carácter. Claro que tenían trabajo de burra, pero si su carácter era dulce, entonces la estima subía muchos enteros. Y creo que en esto también estábamos de por medio los nietos. ¿Por qué? Tan simple como que la burra era un medio de transporte habitual en la economía de los años 70. Íbamos montados en las cestañas, al economato.

Era un viaje de mañana completa, normalmente de sábado. Se acicalaba la burra: albarda y cestañas bien limpias. Se le pasaba la rasca y nos íbamos al economato, todo un acontecimiento. Desde allá arriba, desde los lomos de la burra, el mundo se veía de otra forma. Mi hermana y yo. Estábamos encumbrados a lo más alto de un medio de locomoción tranquilo y machacón. La burra conocía el recorrido mejor que nadie: sombras en caso de sol, el mejor paso cuando el firme se descalabraba, la fuente, el atajo que aligeraba el trayecto. La burra, de inteligencia limitada pero suficiente, sabía lo que había que saber para que su carga no fuera tan pesada. Nosotros, a fin de cuentas, no suponíamos más que unos cuantos kilos más que siempre pensé que aceptaba de buen gusto. No me quitéis esa idea, por favor.

Aquellos fines de semana la vida se relajaba, pero el trabajo no dejaba de ser una cadena sin fin. Las vacas se cataban: taburete de tres patas y balde metálico. Todavía oigo el ruido de la leche contra el metal con los primeros chorros. Después, poco a poco, el sonido iba mudando hasta recoger el golpeteo de los siguientes chorros contra aquel mar blanco amarillento que, tras pasar por el sacrificio de la cocción, se convertiría en nata.

Allí estaba la nata, la gran rival del helado. Nada que ver con aquel frío glacial que llegaba cada domingo de verano por la tarde al barrio. Aquella nata era el exponente mayor de la calidad del producto indígena frente al extranjero. Nata que flotaba sobre la leche. Nata que iba cambiando de matiz cromático según pasaban las horas. Allí estaba esperando que los nietos la engancharan con sus cucharillas. Nata que necesitaba a su pareja perfecta: el bollo de la panadería de los primos. Porque sí, teníamos primos con panadería. Y aquellos bollos con nata fueron un placer que mi hermana y yo compartimos de verdad. Porque no recuerdo disputas. En aquello teníamos un acuerdo global: el bollo con nata era clase superior. Con esa nata que veíamos flotando en la superficie de la leche hervida en el tanque, con esa nata salían los mejores bollos con nata del mundo.

Así que los helados, en el fondo, siempre tuvieron las de perder. Pero frente a lo cotidiano del bollo con nata, el helado era el domingo, era la novedad, era la pequeña ansiedad de esperar que sonara la bocina, era el verano. Los helados, luego lo supe, eran de Varona, una fábrica de helados de Gallarta. A mí nunca me importó ni quise saberlo. El heladero era “el heladero”, a secas, sin apellido. Porque sólo había uno. No había donde elegir. Por eso eran los mejores helados.

Artículos relacionados

9 comentarios

Jorge S. King 25/01/2008 - 10:55

Que buen post Julen. Me ha motivado el recuerdo de algunos sucesos de cuando era chico.
Muchas gracias por compartirlo con tus lectores del barrio.
Saludos Santiagueños…from Py.

Responder
M@k, el Buscaimposibles 25/01/2008 - 17:21

Mi abuela me sigue diciendo que cuidado con los helados si no es verano. Y éstos de ahora sí que serán industriales totales…

Responder
Noemí Pastor 26/01/2008 - 12:27

Pues los helados no eran tan demoníacos como los polos: «¡Pero si eso es todo hielo!»

Responder
Josu 26/01/2008 - 21:31

Precioso relato.

Pero estoy con Noemí en que los verdaderamente peligros eran los polos.

Responder
Julen 27/01/2008 - 11:45

Jorge, ¿allá en Santiago también os venía el heladero repartiendo?
M@k, hazle caso a tu abuela.
Noe, pues yo nunca he sido de polos. Quizá algo quedo de todo aquello.
Josu, eskerrik asko.

Responder
ANA 29/01/2008 - 22:32

Julen, mi abuela tambien era de Gallarta,
bueno eso es sólo una anécdota.

Tu relato me ha impresionado, la claridad de los recuerdos,
he podido saborear esa nata que recuerdo tambien,
Yo metía la nata en una «viena» a la que previamente le quitábamos la miga con un cuchillo. En aquel agujero resultante metíamos la nata y echábamos azúcar, volviendo a colocar el tapón de miga para que no se saliera el relleno.
Algo parecido a tus bollos de nata.
Los helados los hacía mi tío, teníamos una heladera en el restaurante de mis padres, y allí elaboraban helados, únicamente de vainilla, lo llamaban biscuit.
Nosotros los enanos teníamos que ir a la fabrica de hielo a buscar grandes barras de hielo para elaborar los helados que hacían en casa.
Recuerdo ir sobre la carretilla montada, (igual que tú en tu burra) y mis primos, mayores que yo, haciendo carreras.

Tantas historias que vuelven a mi mente…

Me alegro de saludarte, me encantó leerte, te mando un abrazo,
ana.

Responder
Julen 30/01/2008 - 19:24

ana, hay mucho metido por las rendijas de nuestros cerebros, ¿verdad? ¿O será en las rendijas de nuestros corazones?

Responder
Lula Towanda 31/01/2008 - 21:56

Me ha encantado y me ha transportado a mi infancia en Cuenca. Mi abuelo con su boina siempre calada y yo en uno de los serones, viendo la vida desde un agujero.

La burra de mi abuelo era muy suya, cuando le daba la gana se tiraba al suelo para restregarse con la tierra, hubiera o no niña en el serón.

En Cuenca no llegaban los helados y no sabíamos lo que era la nata. La miel era la reina de los dulces.

Responder
Nana 01/02/2008 - 19:31

¡Caramba, Julen! Cómo les has sacudido a la alfombra de los recuerdos., la tuya y la del resto. Curioso: los recuerdos de la infancia son como los posos del vino, parece que no existen hasta que los remueves. Entonces descubres lo vívidos que se mantienen allá, en el fondo de nuestra cabeza y, como no, del corazón. Gracias por compartirlos.

Responder

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.